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Fragmentos de la República y Gorgias Platón Selección de textos y comentarios de Denis,
Th., Peterfreund, S., y White, N., Great Traditions in Ethics.
Belmont, California: Wadsworth, 1996. Fragmento 1: La
República, Libro II, 359-369. Platón explica la manera en la que
sus oponentes filosóficos (los sofistas) responden a la pregunta: “¿Por
qué deben los hombres ser virtuosos?”. Los sofistas sostienen que los débiles
valoran la justicia solamente porque sirve para refrenar a los fuertes. La
mayoría de las personas se aprovecharían de sus vecinos si estuvieran
seguros de que no serían aprendidos y castigados, ya que sólo se preocupan
por su propio bienestar. La injusticia es más provechosa que la justicia,
siempre y cuando nadie se dé cuenta. Esta concepción de la naturaleza
humana es sostenida por Glaucón (hermano de Platón) en la historia del
anillo de Giges. [Glaucón, dirigiéndose a Sócrates] Escucha
ahora cuáles son, como anuncié al principio, la naturaleza y el origen de
la justicia. Se dice que es un bien en sí cometer la injusticia y un mal
el padecerla. Pero resulta mayor mal en padecerla que bien en cometerla.
Los hombres cometieron y sufrieron la injusticia alternativamente;
experimentaron ambas cosas, y habiéndose dañado por mucho tiempo los unos
a los otros, no pudiendo más los débiles evitar los ataques de los más
fuertes, ni atacarlos a su vez, creyeron que era un interés común impedir
que se hiciese y que se recibiese daño alguno. De aquí nacieron las leyes
y las convenciones. Se llamó justo y legítimo lo que fue ordenado por la
ley. Tal es el origen y tal es la esencia de la justicia, la cual ocupa un
término medio entre el más grande bien, que consiste en poder ser injusto
impunemente, y el más grande mal, que es el no poder vengarse de la
injuria que se ha recibido. Y se ha llegado a amar la justicia, no porque
sea un bien en sí misma, sino en razón de la imposibilidad en que nos
coloca de cometer la injusticia. Porque el que puede cometerla y es
verdaderamente hombre no se cuida de meterse en tratos para evitar que se
cometan o se sufran injusticias, y sería de su parte una locura. He aquí,
Sócrates, cuál es la naturaleza de la justicia, y he aquí en donde se
pretende que tiene su origen. Y para probarte aún más que sólo a pesar
suyo y en la impotencia de violarla abraza uno la justicia, hagamos una
suposición. Demos a todos, justos e injustos, un poder igual para hacer
todo lo que quieran; sigámoslos, y veamos a dónde conduce la pasión al uno
y al otro. No tardaremos en sorprender al hombre justo siguiendo los pasos
del injusto, arrastrado como él por el deseo de adquirir sin cesar más y
más, deseo a cuyo cumplimiento aspira toda la naturaleza como a una cosa
buena en sí, pero que la ley reprime y limita por fuerza, por respeto a la
igualdad. En cuanto al poder de hacerlo todo, yo les concedo que sea tan
extenso como el que se cuenta de Giges, uno de los antepasados del lidio.
Giges era pastor del rey de Lidia. Después de una borrasca seguida de
violentas sacudidas, la tierra se abrió en el paraje mismo donde pacían
sus ganados; lleno de asombro a la vista de este suceso, bajó por aquella
hendidura y, entre otras cosas sorprendentes que se cuentan, vio un
caballo de bronce, en cuyo vientre había abiertas unas pequeñas puertas,
por las que asomó la cabeza para ver lo que había en las entrañas de este
animal, y se encontró con un cadáver de talla aparentemente superior a la
humana. Este cadáver estaba desnudo, y sólo tenía en un dedo un anillo de
oro. Giges lo cogió y se retiró. Posteriormente, habiéndose reunido los
pastores en la forma acostumbrada al cabo de un mes, para dar razón al rey
del estado de sus ganados, Giges concurrió a esta asamblea, llevando en el
dedo su anillo, y se sentó entre los pastores. Sucedió que habiéndose
vuelto por casualidad la piedra preciosa de la sortija hacia el lado
interior de la mano, en el momento Giges se hizo invisible, de suerte que
se habló de él como si estuviese ausente. Sorprendido de este prodigio,
volvió la piedra hacia fuera, y en el acto se hizo visible. Habiendo
observado esta virtud del anillo, quiso asegurarse repitiendo la
experiencia y otra vez ocurrió lo mismo: al volver hacia adentro el
engaste, se hacía visible; cuando ponía la piedra por el lado de afuera se
volvía visible de nuevo. Seguro de su descubrimiento, se hizo incluir
entre los pastores que habían de ir a dar cuenta al rey. Llega a palacio,
corrompe a la reina, y con su auxilio de deshace del rey y se apodera del
trono. Ahora bien; si existiesen dos anillos de esta especie, y se diesen
uno a un hombre justo y otro a uno injusto, es opinión común que no se
encontraría probablemente un hombre de carácter bastante firme para
perseverar en la justicia y para abstenerse de tocar los bienes ajenos,
cuando impunemente podría arrancar de la plaza pública todo lo que
quisiera, entrar en las casas, abusar de todas las personas, matar a unos,
liberar de las cadenas a otros y hacer todo lo que quisiera con un poder
igual al de los dioses en medio de los mortales. En nada diferirían, pues,
las conductas del uno y del otro: ambos tendrían el mismo fin, y nada
probaría mejor que ninguno es justo por voluntad, sino por necesidad, y
que el serlo no es un bien para él personalmente, puesto que el hombre se
hace injusto tan pronto como cree poderlo ser sin temor. Y así los
partidarios de la injusticia concluirían de aquí que todo hombre cree en
el fondo de su alma, y con razón, que es más ventajosa que la justicia; de
suerte que, si alguno, habiendo recibido un poder semejante, no quisiera
hacer daño a nadie, ni tocara los bienes de otro, se le miraría como el
más desgraciado y el más insensato de todos los hombres. Sin embargo,
todos harían en público el elogio de su virtud, pero con intención de
engañarse mutuamente y por el temor de experimentar ellos mismos alguna
injusticia. Esto es lo que quería decir. La discusión continua no logra eliminar el desacuerdo entre Platón y los sofistas sobre el valor de la justicia. En el fondo, muchos sofistas se oponen a la justicia porque sostienen que el bien supremo es el placer; la injusticia es mejor que la justicia porque proporciona más placer. En el Gorgias, Platón intenta refutar esta doctrina dirigiendo su atención a lo absurdo que resulta identificar el placer con el bien. Calicles, un admirador del sofista Gorgias, es el oponente de Sócrates. Sócrates.—Espera para que grabemos esto en la memoria: Calicles el acarniense sostiene que lo agradable y lo bueno son la misma cosa y que la ciencia y el valor son diferentes la una del otro y de lo bueno. ¿Sócrates de Alópeco está conforme con esto o no? Calicles.—No está conforme. Aquí queda completada la primera fase del
argumento de Sócrates: está claro que el bien y el mal son términos
contradictorios, esto es, mutuamente excluyentes en una persona al mismo
tiempo, mientras que el placer y el dolor pueden ocurrir simultáneamente.
Si uno puede tener placer y dolor al mismo tiempo, pero no bien y mal,
existe una contradicción al identificar “bien” con “placer” y “mal” con
“dolor”. Sócrates continúa en la misma vena, después de resumir su
argumento a este punto. Le ayuda Gorgias, un maestro de
retórica. Sócrates.—¿Ves que de esto resulta que
cuando dices: beber teniendo sed es como si dijeras: experimentar un
placer sintiendo un dolor? Estos dos sentimientos, ¿no concurren en el
mismo tiempo y en el mismo lugar, sea del alma o sea del cuerpo, como
prefieras, porque en mi opinión lo mismo da? ¿Es cierto o no? La ética de Platón descansa sobre dos
puntos principales de psicología: (1) las almas de las personas tienen
tres elementos o facultades básicas: razón, espíritu (pasión) y apetito
(deseo); (2) el carácter de una persona depende en el desarrollo
comparativo de estos tres elementos y el dominio de una facultad sobre las
otras. Cada uno de los
tres elementos del alma (psyche) está comprometido en la conducta ética, y
cada uno, cuando realiza su función propia, se caracteriza por una virtud:
gobernar el alma por medio de la razón es la sabiduría; la regulación
racional de los deseos constituye la esencia de la templanza; el soporte
que las pasiones proporcionan a la razón puede llamarse valentía [ira, en
términos clásicos]; la armonía de las tres virtudes es la justicia, la
cual es como el marco de las demás. El mismo tipo de análisis se aplica
también al funcionamiento de la sociedad, ya que para Platón el Estado es
“el mandato individual extendido”. Sócrates y Glaucón, al discutir las
virtudes, están de acuerdo en que “los mismos principios que existen en el
Estado existen en el individuo, y ellos son tres”. Luego sigue la
explicación de las virtudes. [Sócrates]—El hombre
merece el nombre de valiente, según pienso, cuando este segundo elemento,
el fogoso, sigue constantemente en medio de los placeres y de las penas
los juicios de la razón sobre lo que es o no es de
temer. [Glaucón]—Exactamente
—dijo. —Es prudente mediante esta
pequeña parte de su alma que manda y da órdenes, y que es la única que
sabe lo que es útil a cada una de las otras tres
partes y a todas juntas. —Es
cierto. —¿Y no es también templada
mediante la amistad y la armonía que reinan entre la parte que manda y las
que obedecen, cuando estas dos últimas están de acuerdo en que a la
razón corresponde mandar y que
no debe disputársele la autoridad? —La templanza no puede
tener otro principio —dijo—,
sea en el Estado, sea en el particular. —En fin, mediante todo lo
que hemos dicho repetidas veces, será también
justo. —Forzosamente. —¿Qué, pues? ¿Hay, por
ahora —dije—, algo que nos impida reconocer que la justicia en el
individuo es la misma que en el Estado? —No lo creo
—replicó. —Si en este punto nos
quedase alguna duda, la haríamos desaparecer del todo aportando ciertas
ideas corrientes. —¿Cuáles? —Por ejemplo, si respecto
de nuestro Estado y del varón formado sobre este modelo por la naturaleza
y por la educación, se tratase de examinar si este hombre podría quedarse
para él un depósito de oro o de plata prestado, ¿crees que nadie le
supondría capaz de un hecho semejante, sino aquellos que no están como él
formados según el modelo de un Estado justo?. —Nadie
—dijo. —¿No estará, asimismo,
lejos de profanar los templos, dilapidar y hacer traición en la vida
pública al Estado o en la privada a sus
amigos? —Bien
lejos. —¿De faltar en manera
alguna a sus juramentos y a otros
compromisos? —Sin
duda. —El adulterio, la falta de
respeto para con sus padres y de veneración para con los dioses: he aquí
faltas de las que será menos capaz que otro
cualquiera. —Que cualquier otro
—convino. —La causa de todo esto,
¿no es la subordinación establecida entre las partes de su alma y la
aplicación de cada una de ellas a cumplir su obligación, tanto de gobernar
como de obedecer? —No puede ser
otra. —Pero ¿conoces tú alguna
otra virtud que no sea la justicia, que pueda formar hombres y Estados de
este carácter? —No, por Zeus
—dijo. —Vemos, pues, ahora con
toda claridad lo que al principio no hacíamos más que entrever. Apenas
habíamos echado los cimientos de nuestro Estado, cuando, gracias a alguna
divinidad, hemos encontrado como un modelo de la
justicia. —Enteramente
cierto. —Y así, mi querido
Glaucón, cuando exigíamos que el que hubiese nacido para zapatero o
carpintero, o para cualquier otra cosa, desempeñase bien su oficio y no se
mezclase en otra cosa, nosotros trazábamos una imagen de la justicia que
nos ha sido de provecho. —Es
patente. —La justicia, en efecto,
es algo semejante a lo que prescribíamos, aunque no se refiere a las
acciones exteriores del hombre, sino a su interior, no permitiendo que
ninguna de las partes del alma haga otra cosa que lo que le concierne y
prohibiendo que las unas se entremetan en las funciones de las otras.
Quiere que el hombre, después de haber ordenado cada una las funciones que
le son propias: después de haberse hecho dueño de sí mismo y de haber
establecido el orden y la concordia entre estas tres partes, haciendo que
reine entre ellas perfecto acuerdo, como entre los tres términos de una
armonía, el grave, el agudo y el medio, y los demás intermedios, si los
hubiere; después de haber ligado unos con otros todos los elementos que le
componen, de suerte que de su reunión resulte un todo bien templado y bien
concertado; entonces es cuando comienza a obrar, ya se proponga reunir
riquezas o cuidar su cuerpo, ya consagrarse a la vida privada o la vida
pública; que en todas estas circunstancias dé el nombre de acción justa y
buena a la que crea y mantiene en él este buen orden, y el nombre de
prudencia a la ciencia que preside las acciones de esta naturaleza; que,
por el contrario, llame acción injusta a la que destruye en él este orden,
e ignorancia a la opinión que preside una acción
semejante. —Mi querido Sócrates, nada
más verdadero que lo que dices —observó. —Por lo tanto —dije—, no
se dirá que mentimos si aseguramos que hemos encontrado lo que es un
hombre justo, un Estado justo, y en qué consiste la
justicia. —Sea así —dije—, y ahora
me parece que nos falta examinar lo que es la
injusticia. —Claro
está. —¿Puede ser otra cosa que
una sedición de aquellos tres elementos, que se extralimitan entrando en
lo que no es de su incumbencia, usurpando atribuciones ajenas; una
sublevación de la parte contra el todo del alma, para arrogarse una
autoridad que no le pertenece, porque, por su naturaleza, está hecha para
obedecer a lo que está hecho para mandar? Y diremos nosotros que este
extravío y turbación es injusticia, indisciplina, cobardía, ignorancia, en
una palabra, total perversidad. —Eso es
—convino. —Así, pues —dije yo—, el
cometer acciones injustas y actuar injustamente, así como el realizar
acciones justas, ¿sabemos distinguirlo con claridad si realmente tenemos
clara la injusticia y la justicia? —¿Cómo? —En realidad —dije— sucede
con ellas respecto al alma lo que sucede con las cosas sanas y nocivas al
cuerpo. —¿En qué aspecto?
—preguntó. —En que las cosas sanas
dan la salud y las cosas nocivas dan la
enfermedad. —Sí. —Lo mismo que las acciones
justas producen la justicia, las acciones injustas la
injusticia. —Necesariamente. —Dar la salud es
establecer entre los diversos elementos de la constitución humana el
equilibrio natural, que somete los unos a los otros; engendrar la
enfermedad es hacer que uno de estos elementos domine a los demás contra
las leyes de la naturaleza o sea dominado por ellos —Es
cierto. —Por la misma razón,
producir la justicia —dije— ¿no es establecer entre las partes del alma la
subordinación que la naturaleza ha querido que haya; y producir la
injusticia es dar a una parte sobre las otras un imperio que es contra la
naturaleza? —Exactamente
—admitió. —La virtud, por
consiguiente, es, si puedo decirlo así, la salud, la belleza, la buena
disposición del alma; el vicio, por el contrario, es la enfermedad, la
deformidad y la flaqueza. —Así
es. —¿No contribuyen las
acciones buenas a crear en nosotros la virtud y las acciones malas a
producir el vicio? —Forzosamente. —Por consiguiente, lo
único que nos queda por examinar es si es útil ejecutar acciones justas,
consagrarse a lo que es honesto, y ser justo, sea o no tenido uno por tal;
o si lo es cometer injusticias y ser injusto, con tal que no tenga uno que
temer el castigo ni verse forzado a hacerse mejor mediante el
mismo. —Pero, Sócrates —dijo—, me
parece ridículo detenerse en semejante examen; porque, si cuando la
naturaleza del cuerpo está enteramente destruida, la vida se hace
insoportable aun en medio de los placeres de la mesa, de la opulencia y de
los honores, con mucha más razón debe ser para nosotros pesada carga
cuando el alma, que es su principio, esté alterada y corrompida, aun
cuando por otra parte tenga el poder de hacerlo todo menos el de librarse
a sí misma del vicio y alcanzar la justicia y la virtud. Esto suponiendo que la injusticia
y la justicia se revelen tales como hemos
explicado. —Sería, en efecto,
ridículo —acepté— detenerse en este examen. —Pero ¿hay conocimiento
más sublime que el de la justicia y el de las demás virtudes de que
hemos hablado? —preguntó. —Sin duda; y añado que
respecto a estas virtudes el bosquejo que hemos trazado no basta y que
no se debe renunciar a un cuadro más acabado. Pues ¿no sería ridículo que se
esforzara uno por dar la máxima precisión a cosas poco importantes, y que
no pusiera un especial cuidado en dar la máxima exactitud a las cosas más
elevadas? —Esta reflexión es muy
sensata, pero ¿crees —dijo— que vamos a dejar que pases adelante sin
preguntarte cuál es ese conocimiento superior a todos los demás y cuál es
su objeto?
—En modo alguno, y puedes
preguntarlo —dije—; después de todo, me lo has oído hasta la saciedad, y
ahora o no tienes memoria o, lo que me parece más probable, sólo intentas
entorpecerme con objeciones. Me inclino por esto último, pues me has oído
decir muchas veces que la idea del bien es el objeto del más sublime
conocimiento y que la justicia y las demás virtudes deben a esta idea su
utilidad y todas sus ventajas.
Sabes muy bien que esto mismo, poco más o menos, es lo que tengo
que decirte ahora, añadiendo que no conocemos esta idea sino
imperfectamente, y que si no llegáramos a conocerla, de nada nos serviría
todo lo demás; así como la posesión de cualquier cosa es inútil para
nosotros sin la posesión del bien. ¿Crees, en efecto, que sea ventajoso
poseer algo, sea lo que sea, si no es bueno, o conocer todas las cosas a
excepción de lo bello y de lo bueno? —No, por Zeus; no lo creo
—dijo. —Tampoco ignoras que los
más hacen consistir el bien en el placer, y otros, más ilustrados, en el
conocimiento. —¿Cómo
no? —También sabes, mi querido
amigo, que los que son de esta última opinión se ven embarazados para
explicar lo que es el conocimiento, y al fin se ven reducidos a decir que
es el conocimiento del bien. —Sí, y eso es muy chistoso
—dijo. —Sin duda es una cosa muy
graciosa de su parte echarnos en cara nuestra ignorancia respecto al bien,
y hablarnos en seguida de él como si lo conociéramos. Dicen que es el conocimiento del
bien, como si nosotros debiésemos entenderles desde el momento en que
pronuncian la palabra bien. —Es muy cierto
—dijo. —Pero los que definen la
idea de bien por la de placer, ¿incurren en un error menor que el de los
otros? ¿No están precisados a confesar que hay placeres
malos? —En
efecto. —Y, por consiguiente, ¿no
les pasa que llegan a admitir que las mismas cosas son buenas y
malas? —¿Qué otra cosa, si
no? —Es evidente que esta
materia está llena de numerosas y grandes
dificultades. —¿Cómo
no? —¿Y no es evidente también
que respecto a lo justo y lo bello muchos se atendrán a las simples
apariencias en sus palabras y en sus acciones; pero que cuando se trate
del bien, así no satisfarán a nadie, y se buscará algo real sin dejarse
llevar de tales apariencias? —Efectivamente
—dijo. —Y este bien, a cuyo goce
aspira toda alma, en vista del cual lo hace todo, cuya existencia
sospecha, pero en medio de la incertidumbre y sin poder definirlo con
exactitud, ni con esa fe inquebrantable que tiene en las demás cosas, lo
cual le priva de las ventajas que podría sacar de ellas; este bien, tan
grande y tan precioso, ¿será conveniente que la parte escogida del Estado,
a la que deberemos confiar todo, lo desconozca como la generalidad de los
hombres? —De ninguna manera
—dijo. —Pienso efectivamente
—dije yo— que no será un seguro guardián de lo justo y de lo bello el que
no conozca las relaciones que mantienen con el bien; y auguro que nadie
podrá conocer suficientemente lo bello y lo justo sin conocer previamente
el bien. —Tienes razón al augurarlo
—dijo. —Nuestro Estado estará,
por tanto, bien gobernado, si lo
guarda un
guardián que posea el conocimiento de todas estas
cosas. —Así debe ser —dijo—. Pero Sócrates, ¿en qué haces
consistir tú el bien: en la ciencia, en el placer o en qué otra
cosa? —¡Vaya con este!
—dije—. Hace rato que conocía
que no querías atenerte a lo que han dicho aquellos de cuyas opiniones nos
hemos ocupado. —Lo que no me parece
razonable, mi querido Sócrates —dijo—, es que un hombre que ha
reflexionado durante toda su vida sobre esta materia, diga cuál es la
opinión de los demás y no diga la suya. —Pero ¿qué? ¿Te parece más
razonable —dije yo— que un hombre hable de lo que no sabe como si lo
supiese? —No como si lo supiese
—dijo—, pero puede acceder a expresar como una opinión lo que
cree. —¡Cómo! ¿No te haces cargo
—pregunté— de lo defectuosas que son todas esas opiniones que no están
fundadas en ningún principio cierto?
Las mejores de ellas, ¿no son completamente oscuras? Y los hombres
que por causalidad encuentran la verdad, pero sin poder dar razón de ella,
¿se diferencian en algo de los ciegos que siguen el camino
recto? —En nada
—dijo. —¿Quieres ver, entonces,
cosas informes, oscuras y mal
fundadas,
cuando puedes oírlas claras y magníficas de
otros? —¡Por Zeus, Sócrates! —me
dijo entonces Glaucón—. No te pares aquí, como si hubieras llegado al
término. Nosotros nos daremos
por satisfechos si nos explicas la naturaleza del bien en la forma que has
explicado la de la justicia, la de la templanza y la de las demás
virtudes. —También yo me daría por
contento, compañero —dije—, pero temo que semejante cuestión sea superior
a mis fuerzas, y que por el empeño de querer daros gusto, vaya a exponerme
a vuestras burlas. Creedme,
mis queridos amigos; dejemos por esta vez la indagación del bien tal sí
mismo, porque nos llevaría muy lejos y sería muy penoso para mí explicaros su naturaleza
tal como yo la concibo, siguiendo el camino que hemos traído. Y en su lugar, si os parece,
conversaremos sobre una especie de hijo del bien, que es la representación
exacta del bien mismo; y si os agrada, pasaremos a otro
asunto. —No. Háblanos del hijo y
en otra ocasión nos hablarás del padre. Esta deuda la reclamaremos a su
tiempo —dijo. —Pues ten en cuenta
—continué— que cuando hablo del hijo del bien, es del sol del que quiero
hablar. El hijo tiene una
perfecta analogía con su padre.
El uno es en la esfera visible con relación a la vista y a sus
objetos lo que el otro es en la esfera ideal con relación a la
inteligencia y a los seres inteligibles. —¿Cómo? Te suplico que me lo expliques
algo más —dijo. —Sabes —dije— que cuando
se dirigen los ojos a objetos que no están iluminados por el sol y sí sólo
por los astros de la noche, apenas se los puede distinguir; parece uno
casi ciego, y la vista no está clara. —Así sucede
—dijo. —Pero cuando los ojos
miran a cosas iluminadas por el sol, las ven distintamente y la vista se
muestra presente en ellos. —¿Cómo
no? —Pues considera, que lo
mismo sucede respecto al alma. Cuando fija sus miradas en objetos
iluminados por la verdad y por el ser, los ve claramente, los conoce y
muestra que está dotada de inteligencia; pero cuando vuelve sus miradas
sobre lo que está envuelto en tinieblas, sobre lo que nace y perece, su
vista se turba, se oscurece, y ya no tiene más que opiniones, que mudan a
cada momento; en una palabra, parece completamente privada de
inteligencia. —Así parece, en
efecto. —Ten por cierto, pues, que
lo que derrama sobre los objetos del conocimiento la luz de la verdad, lo
que da al cognoscente la facultad de conocer, es la idea del bien, que es
el principio de la ciencia y de la verdad, a la vez que objeto de
conocimiento. Por bellos que sean, pues, el conocimiento y la verdad,
puedes asegurar, sin temor de engañarte, que la idea del bien es distinta
de ellos, y los supera en belleza. Y así como en el mundo visible hay
razón para creer que la luz y la vista tienen analogía con el sol, pero
sería falso decir que son ellas el sol; en la misma forma, en el mundo
inteligible pueden considerarse la ciencia y la verdad como imágenes del
bien, pero no habrá razón para tomar la una o la otra por el bien mismo,
cuya naturaleza es de valor infinitamente más
elevado. ¾...En los últimos límites
del mundo inteligible está la idea del bien, que se percibe con
dificultad; pero una vez percibida no se puede menos de sacar la
consecuencia de que ella es la causa primera de todo lo que hay de bello y
de recto en el universo; que, en este mundo visible, ella es la que
produce la luz y el astro de que esta procede directamente; que en el
mundo invisible engendra la verdad y la inteligencia; y en fin, que ha de
tener fijos los ojos en esta idea el que quiera conducirse sabiamente en
la vida pública y en la vida privada (...). Lo que estamos diciendo nos
hace ver ¾dije¾ que cada cual tiene en su
alma la facultad de aprender mediante un órgano destinado a ese fin; que
todo el secreto consiste en llevar ese órgano , y con él el alma toda, de
la vista de lo que nace a la contemplación de lo que es, hasta que pueda
fijar la mirada en lo más luminoso que hay en el ser mismo, es decir,
según nuestra doctrina, en el bien; en la misma forma que si el ojo no
tuviere un movimiento particular, sería necesario que todo el cuerpo
girase con él al pasar de las tinieblas a la luz; ¿no es
así? ¾Sí. ¾En esta evolución, que se
hace experimentar al alma, todo el arte consiste en hacerla girar de la
manera más fácil y más eficaz. No se trata de darle la facultad de ver,
porque ya la tiene; sino que lo que sucede es que su órgano está mal
dirigido y no mira a donde debía mirar, y esto es precisamente lo que debe
corregirse. ¾Tal parece ¾dijo. ¾Y así, mientras con las
demás virtudes del alma sucede poco más o menos como con las del cuerpo:
cuando no se han obtenido de la naturaleza, se adquieren mediante la
educación y la cultura; respecto a la facultad de saber, en cambio, como
es de una naturaleza más divina, jamás pierde su poder: se hace solamente
útil o inútil. —¿En qué y por qué razón,
mi querido Glaucón, podríamos decir que sea ventajoso a alguno cometer una
acción injusta, u obrar con intemperancia o cometer acciones ignominiosas,
por más que al empeorar en maldad se hiciera uno más rico y más
poderoso? —De ninguna manera
—dijo. —¿De qué serviría que la
injusticia quedase oculta e impune? La impunidad, ¿no hace al hombre malo
más malo aún? Mientras que, descubierto un crimen y castigado, la parte
animal se apacigua y se amansa y lo pacífico se libera. El alma entera,
volviendo al régimen del principio mejor, se eleva, mediante la
adquisición de la templanza, de la justicia y del buen juicio, a un estado
tanto más superior al de un cuerpo dotado de fuerza, belleza y salud,
cuanto que el alma misma está muy por encima del
cuerpo. —Totalmente cierto
—dijo. —Por consiguiente, todo
hombre sensato dirigirá todas sus acciones a este mismo fin. En primer
lugar, cultivará y estimará por encima de todo las enseñanzas propias para
perfeccionar su alma, despreciando todas aquellas que no producen el mismo
efecto. —Es evidente
—dijo. —En segundo lugar, en su
régimen corporal —proseguí— no buscará el goce de los placeres brutales e
irracionales, ni tampoco buscará la salud, por mor de ser fuerte, sano y
hermoso, en cuanto todas estas ventajas no sean para él medios para la
salud de su mente; y, en una palabra, no mantendrá una perfecta armonía
entre las partes de su cuerpo, sino en cuanto pueda servir para mantener
el acuerdo que debe reinar en su alma. —No se propondrá otro
objeto, si quiere ser verdaderamente músico
—dijo. —En consecuencia, ¿no
buscará —pregunté— la misma armonía y orden respecto a las riquezas, a
bien se dejará deslumbrar por la idea que la multitud se forma de la
felicidad? —
¿Acaso
aumentará sus riquezas hasta el infinito para aumentar sus males en la
misma proporción? —No lo creo
—dijo. —Por contra —seguí—,
teniendo siempre fijos los ojos en su gobierno interior, atento a impedir
que la opulencia de una parte y la indigencia de otra desarreglen los
resortes, hará estudio en conservar siempre el mismo plan de conducta en
las adquisiciones y gastos que pueda hacer. —Exactamente
—dijo. —Rigiéndose por estos
mismos principios respecto de los honores, participará y, si se quiere,
gustará incluso de los que puedan hacerle mejor; y huirá lo mismo en la
vida privada que en la pública de los que puedan relajar la disposición de
su ser. —Pero teniendo siempre
fijos sus ojos en lo dicho, no querrá actuar en política
—dijo. —No, ¡por el Can!
—reconocí—. En su propio Estado interior se encargará con gusto del
gobierno; pero dudo que lo haga así del de su patria, a no sobrevenir una
situación de origen divino. —Entiendo —dijo—. Hablas
de este Estado cuyo plan hemos trazado y que sólo existe en nuestro
pensamiento; porque no crees que exista uno semejante sobre la
tierra. —Por lo menos —dije—,
quizá haya en el cielo un modelo para los que quieran mirarlo y fundar a
su imagen su ciudad interior.
Por lo demás, poco importa que tal Estado exista o haya de existir
algún día; lo cierto es que el sabio no consentirá jamás gobernar otro que
no sea éste. —Es muy probable —dijo
él. |